Fernando Mulas
El concepto de “actividad” se contempla en nuestra sociedad como algo positivo propio de la naturaleza humana, cuyo óptimo ejercicio de la misma promueve los avances y el desarrollo de activos procesos creativos que cambian inexorablemente los horizontes de la humanidad, transcendiendo a futuros inimaginables.
Una persona por tanto muy activa suele ser positivamente considerada sobre todo cuando se asocia la facultad de la creatividad y, aunque en determinados casos esta última sea una característica relevante, desafortunadamente no siempre es consustancial con las personas que presentan un exceso de actividad en el contexto clínico de lo que se denomina “Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad“, bien conocido por su acrónimo de TDAH, en cuyo cuadro clínico están presentes los otros dos síntomas cardinales: la impulsividad y sobre todo la inatención.
Aunque se usa el término “hiperactivos” para etiquetar a estos niños, el problema mas relevante y de significación mas trascedente para ellos es el del “déficit de atención”, dado que su persistencia va a condicionar dificultades asociadas del aprendizaje con más que probable fracaso escolar, que suele ponerse en evidencia en edades más tardías respecto a cuando el niño se mostraba sobretodo hiperactivo, ya que con la edad la hiperactividad va disminuyendo. Estos niños son entonces etiquetados como de vagos y poco solidarios, mostrando tendencia a ir a su aire.
Una actitud negativa hacia ellos provoca que a la larga se afecte su propia consideración o autoestima, que va disminuyendo progresivamente y hace bueno lo de la profecía auto cumplida, ya que de tanto oír comentarios negativos al final se los creen ellos mismos y apenas se esfuerzan. Las dificultades escolares se hacen progresivamente más ostensibles lo que provoca no pocos abandonos en los estudios, así como su marginación y exclusión social, aceptando ellos mismos sin más consideración sus carencias y todas sus limitaciones.
Este cortejo sintomático fue atribuido inicialmente a una base de disfunción conductual y social, que ahora ha quedado complejamente desechada con la evidencia de las investigaciones de las últimas décadas, considerándose el cuadro clínico como un trastorno del neurodesarrollo que tiene una base fundamentalmente genética de carácter poligénico hasta en un 80% de los casos. Consecuentemente están alterados los sistemas bioquímicos relacionados con determinados neurotrasmisores cerebrales, como la dopamina y la noradrenalina, implicando ello una disfunción localizada preferentemente en el área dorso lateral del lóbulo frontal cerebral.
Estas disfunciones a su vez condicionan cambios en el tamaño cerebral de estos sujetos que muestran una reducción de un 4% de su volumen total en relación con los grupos controles, aunque tengan una inteligencia normal. También los estudios neurofisiológicos muestran alteraciones relacionadas, como ocurre con los potenciales evocados P300 a estímulos infrecuentes que evidencian un alargamiento de la latencia del potencial y una disminución de la amplitud de la onda. Más recientemente la cartografía cuantificada de las ondas eléctricas cerebrales han demostrado evidencias que categorizan mejor a los niños TDAH. Por tanto hoy día no tienen ningún fundamento los que apuntan a un origen puramente conductual o de personalidad.
Con estas descripciones publicadas y replicadas por toda la comunidad científica internacional nadie se atreve a cuestionar la base neurobiológica del trastorno, excepto los que sin fundamento o por creencias subjetivas desoyen lo que demuestra la medicina de la evidencia. Por ejemplo, una persona puede curarse de un proceso tumoral coincidiendo con el hecho de estar tomando una dieta especial, pero mientras no hayan estudios doble ciego y replicados que soporten tal coincidencia, no se puede generalizar que dicha dieta cura el proceso cancerígeno.
Una vez demostrado el origen biológico resulta obvio utilizar los recursos farmacológicos que han mostrado evidencias positivas con riesgos inconsistentes en relación al beneficio que se logra con los fármacos estimulantes y los no estimulantes. Los primeros producen efectos dopaminérgicos y los segundos noradrenérgicos en correspondencia con los sistemas de neurotransmisión afectados, estando implicados los genes responsables del trasporte de dichas sustancias para su adecuada función en la sinapsis cerebral. Debe tenerse presente que el que exista un base genética no quiere decir que el trastorno sea significativo de por vida ni que estos fármacos tengan que tomarse para siempre, pues en nuestra experiencia la mayoría de los casos tratados oportunamente tienen un pronóstico favorable.
Si al tratamiento farmacológico se acompaña una intervención psicopedagógica en el contexto de una terapia “combinada” adaptada a cada caso concreto, a modo de un traje hecho a medida con carácter individualizado, la evolución cambia muy positivamente. Se consigue una mejoraría académica así como un mayor control de los problemas conductuales y comórbidos que puedan presentarse. Ello repercute en un considerable beneficio en los esfuerzos necesarios a largo plazo, en las repercusiones económicas consecuentes, y en la mejor integración psicosocial futura.
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