Goyo Bustos Carabias
“Aún me distraigo: empiezas a pensar en una cosa y pasas a otra. Pero ya no tomo medicación. Bueno, a veces le quito alguna pastilla a mi hijo (también con TDAH). Me viene estupendamente. Si tengo que leer mucho en soledad, me ayuda a concentrarme. No tanto si debo relacionarme con gente, pues me pone algo más tenso”.
Hace ya bastante tiempo me llamaron mucho la atención estas declaraciones de Luis Rojas Marcos, el reconocido psiquiatra, por varios motivos. En primer lugar, por reconocer que padece (o padeció) el trastorno, y en segundo lugar, porque creo, con todos los respetos posibles, que hay que tener un poco de tiento con lo que se afirma sobre la medicación; leyéndole (y le he citado textualmente) quizá haya personas que piensen que la pastillita es como la poción mágica de Asterix, y la realidad no es tan simple.
El TDAH (siglas de “Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad”) es un tema que me apasiona por motivos personales y profesionales; profesionalmente porque cada vez tengo más alumnos diagnosticados y personalmente porque, al igual que el doctor Rojas Marcos, deduzco que yo mismo fui (¿soy?) un buen ejemplo del presunto TDAH. Siempre presunto, ojo.
Lógicamente nunca me diagnosticaron –los primeros intentos se hicieron en los noventa- pero al formarme sobre el tema siempre me ha resultado curioso (y en ocasiones, tranquilizador) identificarme con el 99% de los síntomas. Y aquí estoy, oigan. Que conste que en la actualidad continúo distrayéndome muchísimo, sobre todo si lo que me cuentan no me interesa. Y me sigue resultando difícil concentrarme en una sola actividad; empiezo más tareas de las que puedo terminar y en los momentos de mayor lucidez mi cabeza es un torbellino que brinca sin control de una idea a otra, mientras que en los momentos de bajón soy absolutamente incapaz de mantener ni siquiera una conversación telefónica sobre los temas más nimios. Y se me nota. En estos años he aprendido a “surfear” en mis olas de altibajos, hipocresía social mediante, pero doy fe de que que no es nada fácil ni soy especialmente hábil en ello. Con la edad también confieso que eso de “quedar bien” cada vez me importa menos, lo cual es un alivio. Eso sí, nunca he tomado ningún tipo de medicación para mi apatía ante lo que encuentro aburrido, aunque en ocasiones he empezado a plantearme el experimento (en plan cobaya humana) para poder hablar con conocimiento de causa. Aunque no termino de verle la utilidad a tener que apastillarme para concentrarme en temas o personas que me importan un pimiento.
Añadía el doctor Rojas Marcos que su desastrosa vida escolar cambió el día en que una maestra, Doña Lolina, le puso en primera fila y le prestó atención porque “había detectado algo rescatable en él”. Yo creo que ahí está una de las claves del TDAH: que alguien te entienda. Bueno, del TDAH y de la vida en general. La polémica y más que discutible pastillita tiene que tener detrás un buen profesional que diagnostique con cuidado, y delante, un maestro y una familia que comprenda y complemente las supuestas bondades de la química.
Pero en nuestra sociedad, tendente al extremismo, hay que andarse con pies de plomo con este tema porque las posturas que observo a mi alrededor suelen tender a la radicalización absoluta y contar con partidarios muy exaltados: ni todos los niños “movidos” o “despistados” son TDAH, ni por supuesto la pastillita te convierte en un Einstein (o en un Rojas Marcos) de la noche a la mañana.
Mi posición, muy variable y que me resultaría compleja resumir aquí en pocas líneas es que no hay que olvidar nunca que el TDAH no es una “enfermedad” –e insisto en las comillas- ni es fácilmente comprobable. Es más bien un saco sin fondo y casi sin forma en el que se etiqueta y mete a un montón de niños que, en muchas ocasiones, poco o nada tienen que ver entre sí. El TDAH no se “descubre” mediante pruebas objetivas –no es el sarampión ni una hepatitis- sino que se trata de un síndrome que se diagnostica por medio de la observación. Por eso hay que ser muy cauto, porque la observación, la percepción humana, es tremendamente subjetiva. Lo que a mí me puede parecer un niño activo y normal, a otros les puede resultar el colmo de la irritación. Además el crío, en ocasiones, no tiene ni voz ni voto porque los que opinan y ponen cruces en los tests suelen ser siempre padres y maestros y a la criatura se le escucha poco.
¿Pastillas, sí o no? No soy médico, así que no debería pronunciarme, pero soy imprudente y lo voy a hacer. Hay voces muy autorizadas que mencionan que, en muchos casos, con cambios en los hábitos de sueño, en la dieta, con patrones claros de conducta, horarios estructurados, y añadiendo una actividad física o deportiva se logran mejoras. Yo empezaría por ahí, de forma rigurosa y con paciencia, y si no obtuviera ningún resultado, pero ninguno, me plantearía la solución farmacológica. Aunque reconozcámoslo, es más sencillo dar una píldora que cambiar hábitos. No es nada nuevo.
Los diagnósticos, eso sí, se multiplican como las setas en los últimos tiempos; surgen gabinetes psicopedagógicos por doquier, congresos sobre el tema a todas horas y las empresas farmacéuticas se frotan las manos y entonan cánticos de agradecimiento sacando al mercado el mismo compuesto bajo formas muy similares y cada vez más costosas: lo que los anglosajones llaman “disease mongering” o tráfico de enfermedades. Es decir, usted tiene un problema, y si no lo tiene, no se preocupe que nosotros se lo creamos. Y su problema tiene una solución, y esa solución se la voy a vender yo. Y muy cara, además. Sólo se me ocurre una palabra: prudencia. Mucha.
Y termino con las preguntas del millón: ¿adaptamos el niño al sistema o el sistema al niño?¿Seguimos empeñados en un modelo único, rígido e inamovible en el que encajar, como sea, a todos, o intentamos flexibilizarlo un poco? Simplificando mucho, y con ganas de polemizar: la escuela es aburrida y el niño, obviamente, se aburre. ¿Qué arreglamos, el niño o la escuela?
Las (enormes) dudas surgen cuando lees a profesionales cualificados afirmar que algunos casos podrían mejorar e incluso solucionarse con colegios más pequeños, con menos actividades extraescolares, con un enfoque menos academicista, con menos presión, con más dedicación, con personal mejor formado y con más tiempo y espacio para jugar. Pero esa solución, al contrario que la que se vende en farmacias, no solo no hace rico a nadie ni es rentable sino que precisa una notable inversión.
¿Invertir en educación? Qué disparate, ¿no?
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